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El desafío de la educación emocional en las aulas chilenas: más allá de los contenidos académicos

En los pasillos de las escuelas chilenas, entre el bullicio de los recreos y el silencio de las salas de clases, se libra una batalla silenciosa que los currículums oficiales apenas mencionan. Mientras el Ministerio de Educación se enfoca en mejorar los resultados SIMCE y PSU, miles de estudiantes cargan con mochilas invisibles llenas de ansiedades, frustraciones y emociones que nadie les enseñó a gestionar.

La pandemia dejó al descubierto lo que muchos educadores ya sospechaban: nuestros niños y jóvenes necesitan herramientas emocionales tanto como necesitan matemáticas y lenguaje. Según datos de Fundación Chile, el 45% de los estudiantes chilenos reporta síntomas de ansiedad, mientras que las cifras de depresión juvenil se han triplicado en la última década. Estas no son simples estadísticas: son rostros concretos en cada sala de clases.

En una escuela municipal de Puente Alto, la profesora Marcela González implementó lo que ella llama "los cinco minutos del corazón". Cada mañana, antes de comenzar las clases formales, sus estudiantes de séptimo básico comparten cómo se sienten. "Al principio fue incómodo", reconoce, "pero ahora es nuestro ritual más valioso. Los niños piden ayuda cuando están tristes, celebran cuando están contentos y, lo más importante, aprenden a escuchar".

El programa Aprendo en Línea del Mineduc incorporó recientemente módulos de educación socioemocional, pero los expertos coinciden en que esto es apenas un primer paso. La verdadera transformación requiere de capacitación docente, recursos adecuados y, sobre todo, un cambio cultural que valore el bienestar emocional tanto como el académico.

La Biblioteca del Congreso Nacional ha documentado cómo países como Finlandia y Canadá integran la educación emocional desde los primeros años escolares. Allí, los estudiantes aprenden a identificar sus emociones, desarrollar empatía y resolver conflictos de manera pacífica. Los resultados son contundentes: mejor clima escolar, menor bullying y, curiosamente, mejores rendimientos académicos.

En Chile, iniciativas como las de Fundación Chile y Educarchile están demostrando que es posible. En la región de La Araucanía, un programa piloto que combina la sabiduría mapuche con técnicas modernas de inteligencia emocional ha reducido la deserción escolar en un 30%. "Los niños recuperan el sentido de pertenencia", explica una facilitadora del programa. "Cuando un estudiante se siente visto y escuchado, su capacidad de aprendizaje se multiplica".

Pero los desafíos persisten. La sobrecarga laboral de los docentes, la falta de recursos y la presión por cumplir con los indicadores tradicionales dificultan la implementación sistemática de estos programas. Muchos profesores, como Carlos Méndez de Valparaíso, desarrollan estrategias por su cuenta. "Uso el teatro, la música y hasta los memes para trabajar las emociones", cuenta. "No está en el currículum, pero es lo más importante que enseño".

Las universidades chilenas comienzan a tomar nota. Programas de formación docente están incorporando asignaturas de educación emocional, mientras investigaciones locales demuestran su impacto positivo. Un estudio de la Universidad de Chile encontró que los estudiantes que participan en programas de inteligencia emocional mejoran su rendimiento en matemáticas y lenguaje en un 15%.

Los padres también tienen un rol crucial. Plataformas como Elige Educar ofrecen recursos para que las familias puedan continuar este trabajo en casa. "La educación emocional no es responsabilidad exclusiva de la escuela", señala una psicóloga educacional. "Es un puente que debemos construir entre la casa y el aula".

Mientras el debate sobre la calidad educativa se centra en pruebas estandarizadas y contenidos curriculares, surge la pregunta inevitable: ¿estamos midiendo lo que realmente importa? Los empleadores del siglo XXI buscan personas resilientes, creativas y con capacidad de trabajo en equipo. Habilidades que, curiosamente, se cultivan mejor en un ambiente emocionalmente seguro que memorizando fórmulas.

El camino por recorrer es largo, pero las semillas ya están plantadas. En escuelas desde Arica a Punta Arenas, educadores comprometidos están demostrando que la verdadera revolución educativa podría no estar en los libros de texto, sino en la capacidad de conectar con el corazón de quienes aprenden.

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